Bolonia, la ciudad de los pórticos infinitos

La capital de la Emilia-Romaña vibra a partir de su universidad y se degusta con sus mil y un manjares: del tortellini a la mortadela

Llegar en avión a Bolonia en diciembre abre dos posibles escenarios. Desde el cielo se puede disfrutar de una enorme nube, que esconde la densa niebla tan típica en esta zona durante los meses más fríos. O, si el viajero tiene suerte, el sol de invierno alumbrará un campo perfectamente organizado, con terrenos cuadrados divididos por canales de agua que riegan los diversos cultivos que crecen en la Emilia-Romaña.

Este orden refleja en cierto modo el carácter y el espíritu propio del norte de Italia, más cercano, puestos a comparar, al de los alemanes que al de sus compatriotas del Sur. Matices que no convierten, ni mucho menos, a Bolonia en una ciudad aburrida. Al contrario, la capital mundial de la mortadela es una ciudad llena de vida y ambiente: el que le dan los decenas de miles de estudiantes (italianos y Erasmus) matriculados en su universidad, la más antigua de Occidente.

La Universitá di Bologna nació en 1088, cuando alumnos procedentes de las escuelas municipales se unieron bajo una misma agrupación. En torno al centro, que se convertiría en modelo para enclaves como Oxford o París y en referencia dentro de disciplinas como el Derecho o las Humanidades, fue creciendo en siglos posteriores la ciudad medieval.

El elemento más reconocible de esta urbe intramuros, ejemplo de conservación, son sus pórticos. Parece que casi todas las calles cuentan con estas estructuras que cobijan a los transeúntes de la lluvia y el mal tiempo. En total, cerca de 40 kilómetros de vías porticadas recorren Bolonia. Paseándolos lo más normal es acabar en algún momento en la Piazza Maggiore, punto central de la ciudad y ubicación de la grandiosa iglesia de San Petronio.

Casi 40 kilómetros de calles porticadas recorren el casco antiguo de Bolonia

Saliendo por una de las esquinas de la plaza, la que toca con el Palacio de Accursio –sede del ayuntamiento-, se llega a la fuente de Neptuno, ahora en proceso de restauración y quizás el símbolo más reconocible de la ciudad. Si se gira a la derecha por la siempre repleta Via Rizzoli se verá enfrente otro emblema boloñés, le Due Torri: una, Garisenda, tan torcida que asusta; la otra, Asinelli, la más alta y única abierta al público (las vistas desde arriba impresionan).

Aunque los atractivos turísticos continúan (iglesia de San FrancescoPalacio del Archiginnasio, Pinacoteca, Real Colegio de España…), la llamada a sentarse a la mesa aparece por necesidad en Bolonia. Paseando por el centro uno se choca con tiendas y tiendas de embutidos y quesos, para llevarse a casa o comer ahí mismo. Entre los primeros, la delicada mortadela local brilla con luz propia.

Dudas al sentarse a la mesa: tagliatelle o tortellini, pasta fresca o seca

Pero si lo que se prefiere es un plato caliente, la interminable variedad de pastas de la zona, con sus múltiples salsas, convencen a cualquiera. De Bolonia son típicos, sobre todo, los tagliatelle y tortellini, que se pueden encontrar al peso (frescos o secos) en multitud de tiendas. También la lasagna. Si se opta por no cocinar, dos recomendaciones de precio medio: Sfoglia Rina (Via Castiglione, 5) y el puesto de pasta fresca en el Mercato di Mezzo (Clavature, 12).

Para vivir una experiencia típicamente local: una visita a la Osteria del Sole (Vicolo Ranocchi 1/d), taberna centenaria donde los boloñeses acudían (y acuden) dispuestos a beber y con la comida de casa. Por último, si se va justo de tiempo y de dinero, un puesto de pizza al taglio (al corte) casi tocando con la torre Asinelli: Pizzeria Due Torri (Str. Maggiore, 2)


 

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