Homenaje a Las Ramblas

La calle más famosa de Barcelona vive su hora más trágica, con la cicatriz del peor atentado que sufrió

Es una riera. Bajo el curso sinuoso de Las Ramblas se esconde un riacho, con las aguas que bajan desde Collserola hacia el mar. Por ello tiene esa forma caprichosa, de tramos quebradizos desde Plaza Cataluña hasta el monumento a Colón. Por sus 1,2 kilómetros ha pasado la historia de la ciudad, los momentos de euforia deportiva y de fiesta popular, de persecuciones de policías y de manifestaciones políticas.

Más de 78 millones de personas transitan por su trazado cada año. Pocos de ellos son barceloneses. Los habitantes de esta ciudad, si pueden, evitan pasear por ella. La riada de turistas que la recorren por arriba y por abajo no descansa en ningún momento del año, y entre los kioscos, los selfies y los promotores de restaurantes pasear por Las Ramblas se convierte en una carrera de obstáculos.

Cambia como cambia la ciudad

Este paseo, dicen quienes la conocieron hace más de medio siglo, ya no es lo que era. Seguramente. Las Ramblas se transforman al mismo ritmo que la ciudad. Ya no hay lustrabotas que dejen los zapatos brillantes como un sol de invierno. Han desaparecido los puestos de ventas de animales y muchos fueron reemplazados por repetidos chiringuitos de recuerdos, helados italianos y muñecos de peluche. Sí quedan comercios de venta de flores y plantas y los grandes kioscos de diarios y revistas, que sobreviven ofreciendo chuches, postales e imanes para el refrigerador.

Un problema de que tanta gente transite Las Ramblas es que es difícil mirar hacia las alturas sin temor a chocar. Pero vale la pena el ejercicio. En su trazado se encuentran el dragón que vende paraguas, la fachada neoclásica del Liceu, el reloj de la Academia de Ciencias que daba la hora oficial cuando llegó el tren a la ciudad, las tétricas estatuas que prologan la iglesia del Carmen, la discreta elegancia del Palacio Moja, la huidiza entrada a la Plaza Real, el vitral modernista del mercado de La Boquería y el famoso monumento a Colón, con su dedo apuntando no hacia América sino a Libia (paradojas de la geografía).

Otros tiempos, la misma calle

Es cierto, Las Ramblas han vivido tiempos mejores. Ya casi no quedan comercios ‘de toda la vida’, con sus decoraciones modernistas y sus propietarios que recordaban los nombres de sus clientes. Hay mucho incivismo, sobre todo por la noche, cuando turistas borrachos usan a la calle como lavabo público. En la parte baja, llegando al mar, las prostitutas subsaharianas abordan a los que circulan pasados de copas para ofrecer sexo por pocos euros. Las paellas que sirven los restaurante son tan caras como malas, y las gigantescas sangrías se ha convertido en la bebida más popular.

Las Rambla ya no son lo que eran. Pero no dejan de ser la calle más famosa de Barcelona, testigo de lo bueno y lo malo de la vida de la ciudad, aunque a los pies de un mosaico diseñado por Joan Miró haya quedado una cicatriz que no se borrará jamás.

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