Miami Beach prepara una fiesta maratoniana para celebrar sus 100 años

Enérgica, canalla y frívola, la fachada playera más conocida de Estados Unidos celebrará su primer siglo con un cumpleaños de 100 horas de duración. No podía ser de otra manera: Miami debe seguir siendo una ciudad de excesos

Cuando Henry y Charles Lum, padre e hijo, llegaron a Miami Beach en 1870, las islas frente a la costa sur de Florida no eran más que montículos de arena y pantanos. Compraron un gran lote de tierras a razón de 50 céntimos de dólar por hectárea para establecer allí un centro de ayuda para los náufragos. Una década después, varios empresarios de New Jersey vieron en aquellas tierras sin valor alguno, con clima bochornoso y azotadas por los huracanes de junio a noviembre, una excelente oportunidad para sembrar cocos. No lo consiguieron pero años más tarde tuvieron éxito con la plantación de mangos y aguacates.

Pero no de sus socios, John Collins, tuvo una visión avanzada que ningún empresario había visto hasta entonces. Aquel pantanal, aquellas tierras poco provechosas, tenían que ser productivas no para el cultivo sino para el recreo, el ocio y la diversión. Y así nació Miami Beach, el refugio de maleantes y mafiosos de los años cincuenta, el escaparate de los ricos y famosos de Estados Unidos en los noventa y la tierra prometida para millones de caribeños y latinoamericanos que intentan alcanzarla cada día por avión, barco y balsa.

En los años veinte, los empresarios turísticos ya drenaban las islas porque sabían que aquella zona debía estar destinada al recreo de los pudientes, al refugio de unos pocos privilegiados en la esquina más tropical de los Estados Unidos. Y casi un siglo después las empresas de rutas turísticas usan esos canales para visitar las islas Star, Hibiscus y Palm, donde de vez en cuando se ve a Gloria Estefan con una guitarra en el jardín, a Madona en su yate o a los gemelos de Ricky Martin con su ejército de niñeras.

Pero antes de las estrellas actuales, en esas islas se refugiaron en los años cincuenta maleantes y mafiosos como Al Capone bebieron de la bodega de lujo del fundador Al Malnick, tocaron en antros como The Deuce Bar, el bar más antiguo en South Beach, y se bañaron en sus cálidas playas de noche. Después, en la década de los sesenta, llegaron los balseros y los refugiados cubanos que huían del comunismo de Fidel Castro. Más tarde serían los haitianos, los centroamericanos, los colombianos, los argentinos y los venezolanos. La ola migratoria transformó por completo la ciudad y hoy los anuncios de trabajo deben exigir asombrosos requisitos. «English required» (inglés requerido), dicen los carteles en las tiendas que necesitan vendedores.

Después del bombardeo publicitario de los ochenta y noventa, de las series como Miami Vice y de los videos de Ricky Martin y los desfiles de Versace, Miami sigue mostrando sus excesos, sus noches de fiesta tecno en Space o las fiestas latinas en los bares del colorido Ocean Drive, con sus conservadas fachada Art Déco llenas de luminosos de todos los colores. Los descapotables y los coches último modelo se cruzan con los musculosos cuerpos de gimnasio frente a la playa o suenan el claxon a las chicas que pasean a sus manadas de galgos afganos (siempre bien peinados) en patines en Lincoln Road. Todas corren con sus cascos, su ropa deportiva recién comprada mientras su cabello se bate con la brisa tropical que a veces anuncia bochorno y otras tormentas tropicales.

Para celebrar su energía, su vida canalla, su glamour desbordante, la ciudad que acogerá en enero a las participantes al Miss Universo, ha anunciado 100 horas de fiesta ininterrumpidas con conciertos, música, eventos y exposiciones aún sin desvelar. El alcalde de Miami Beach, Philip Levine, quiere tirar la casa por la ventana. Y conociendo a la ciudad y a su gente, seguro no defrauda.

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