Pelourinho: el barrio que nunca deja de bailar

Corazón del Brasil colonial, de los esclavos africanos y la mezcla racial, el barrio de Pelourinho es uno de los más coloridos y musicales del país; desde que comenzó el Mundial no deja de bailar al ritmo de los países que lo visitan.

Los vendedores ambulantes en Salvador de Bahía tal vez son los más amables del mundo. Siempre sonriendo, cordiales, amistosos, regalan a los turistas una cinta de colores amarrada con tres nudos mientras invitan a los visitantes a pedir tres deseos. El turista, casi siempre tenso y desconfiado, está convencido de que, al final, tendrá que pagar que algo. Después del regalo llegan los ofrecimientos de collares, anillos y artesanía, pero los vendedores explican a los turistas que no deben estar tensos, que no les van a quitar dinero ni a obligar a comprar nada.

Más que un ofrecimiento, las vendedoras, algunas de ellas embarazadas, piden compra para su futuro hijo. Otras hacen bromas, cuentan su vida y también cantan y bailan. No les cuesta nada hacer pronósticos sobre los resultados del partido del mundial. «Hoy gana España», decía un hombre de 60 años antes del partido. «Yo les siento energía de ganadores». Algunas bailan, otras cantan. Están felices porque la afluencia de turistas para los partidos del Mundial ha disparado las ventas en la calle. Los collares con los colores de la bandera de Brasil, verde y amarillo, son los favoritos.

El grupo trabaja en la plaza del barrio donde Michael Jackson acudió a bailar hace algunos años para grabar su mítico videoclip They don´t care about us. El balcón donde salió a cantar se recuerda con una foto del rey del pop en tamaño real. En frente, una iglesia de color azul que contrasta con el resto de colores pasteles de los edificios coloniales, muchos de ellos recién restaurados.


Michael Jackson inmortalizado en el Pelourinho

Todas las calles del barrio están llenas de cintas de colores, banderas enormes de Brasil hechas con cintas de plástico que cubren las calles como un falso cielo y corazones amarillos y verdes. La policía militar tiene tomado el barrio. Y así será hasta que acabe el Mundial. Brasil quiere evitar los robos que puedan perjudicar la imagen del país. Alejados de la parte más turística, un grupo de niños juega en la calle.

El juego consiste en que uno comienza a cantar una canción y el resto baila las coreografías que le corresponde. «No tengo coche, no tengo techo pero a ella ella está conmigo porque le gusta mi lepo, lepo», cuenta la canción que bailan los niños con una larga coreografía que se popularizó en los últimos carnavales. Es el mismo juego de la infancia del cantante Carliños Brown, que nació en las favelas de Salvador y que hizo bailar a un millón de personas en las calles de Barcelona hace casi una década.
 

 
Los niños juegan en la calle a bailar las coreografías de las canciones populares

 
Cada tienda de souvenir tiene tambores de todos los tamaños, el instrumento musical más popular en la ciudad que creció gracias a la exportación de azúcar con mano de obra de esclavos. Grupos de jóvenes sin camiseta exhiben sus maniobras con los ritmos musicales de la capoeira mientras los policías saludan a los aficionados españoles que pasean por el barrio con las camisetas de la selección española. Hacía pocos minutos hacían lo mismo y deseaban suerte a los holandeses. Están felices de participar en un evento deportivo que consideran histórico para el país.

En la parte más alta del barrio, construido en un sobre una pequeña montaña con vistas estratégicas a toda la bahía, una plaza se ha convertido en el encuentro de los aficionados holandeses que asistirían aquella tarde a la dulce venganza de un partido en el que humillarían a la selección española. Los edificios coloridos y coloniales recuerdan la fisionomía de Lisboa, con su descuidado encanto. Todos vestidos de naranja corean las canciones que los organizadores pinchan especialmente para ellos. Hacen trenecitos, las chicas baten las palmas sobre los hombros de sus novios. Es la marea naranja cuyas olas humanas ahogarían horas más tarde a los aficionados españoles.

 
Las bahianas, mujeres con sus trajes blancos típicos y sus faldas abombadas hacen las delicias de los visitantes. Por cada foto piden 10 reales (unos tres euros) pero muchos de los visitantes habían sido advertidos por los guías turísticos locales de que un precio justo ronda entre los dos y los tres reales. Algo menos de un euro por sonreír y besar a los visitantes al ritmo de una samba suave que suena en los altavoces de algunas calles.
Los problemas de organización, especialmente las enormes colas para llegar y salir de algunos estadios, han quedado diluidos ante el ambiente colorido, festivo y la sonrisa permanente, a en ocasiones interesada y pero muchas veces sincera de los anfitriones. Luego de vender los collares, los vendedores confiesan de forma sincera su forma de vida en el Pelourinho. Compran la mercancía a los artesanos, pero son controlados por el gobierno local. Deben pagar impuestos para que su mercancía no sea decomisada por la policía.

Un día bueno, pueden llegar a ganar 100 reales, algo más de 30 euros. Es el ingreso que algunos ancianos usan para complementar su jubilación, unos 200 euros que apenas alcanza para la compra de comida del mes. Al final, desvelan que su vida no es tan alegre como parece, pero siguen sonriendo y bailando la canción que suena para celebrar el primer partido del mundial en Salvador de Bahía. No han conocido otra manera de vivir.

a.
Ahora en portada