La Conca y sus vinos

Encontrar vinos como L’Ermita (600 euros), Pingus (600), La Nieta (120) o cavas como el Recaredo Turó d’en Mota (110) –el mejor vino catalán del 2013- en la carta de un restaurante de barrio es muy sorprendente. Lo normal es que esos lujos figuren en la carta de un establecimiento de alta cocina y de precios también elevados.

Sin embargo, La Conca, a dos pasos del templo de la Sagrada Família, los incluye en su oferta de vinos. Y no es que entre su público figuren turistas pudientes de esos que hacen un hueco gastronómico en su recorrido por las obras de Gaudí.

Los que visitan el templo están demasiado ocupados haciendo cola o andan con prisas para acabar el maratón que les imponen los turoperadores de los cruceros en las cuatro horas que pasan en la ciudad. La Conca no figura en sus guías.

La razón que explica ese lujo vinícola es el origen del establecimiento, la típica bodega que desde 1948 nutría de gaseosas y graneles a los vecinos, pero que con el paso del tiempo fue introduciendo platillos elaborados por Angeleta, la esposa del propietario.

En 1990, Josep Vilanova, el hijo de la pareja, encargó a un arquitecto la remodelación del local. Mesas de mármol, barra alta, paredes y techo con piedra vista, y un altillo; piedra, hierro y cristal, con luces indirectas. A pesar de que es pequeño, la reforma lo hizo tan diáfano que apenas lo notas. A partir de ahí, dio el estirón.

En la barra siempre hay vino de calidad para servir a copas y acompañar las tapas: anchoas, productos de lata, como las alcachofas aliñadas, y también de cocina. El vino tiene mucha presencia en el restaurante porque al margen de los barriles que recuerdan sus inicios y de las tres cavas que guardan la temperatura adecuada para el servicio, hay botellas en las repisas y en la barra; en todas partes.

Gente de barrio

Su clientela es mayoritariamente del barrio y de gente que conoce la casa y sus especialidades, además del vino; cocina de mercado con incrustaciones de actualidad y mucho peso de especialidades catalanas, entre ellas las más contundentes. No hay paella, a menos que se encargue.

Rovellones, gambas de Palamós, caracoles, callos, cap i pota con garbanzos, rabo de buey a la cordobesa, terrina de foie y capricho de alcachofas –de lata y rebozadas en tempura, todo un hallazgo-, carpaccio de pulpo. Además de los pescados, normalmente bien tratados, como la cola de rape, y las carnes, con distintas formas de presentar el solomillo y el entrecot de ternera.

De la misma forma que la cocina ha hecho bien la transición de los primeros años del restaurante cuando aún trabajaba Angeleta a estos tiempos en que la lleva un profesional contratado, el servicio –pantalón negro y camisa blanca- es amable y eficaz. Tira bien la caña de Damm y no se equivoca con el café, un magnífico Medalla de Oro.

En la carta de vinos, donde, como ya se ha dicho, viven las mejores propuestas de tinto del país –Duero, Rioja, Priorat- y de cava, la relación de blancos es más básica y comedida, pero con presencia de casi todas las denominaciones.

En la visita que aproveché para redactar estas notas bebí un modesto albariño sin crianza –Creciente- que pagué a 15 euros, casi el doble que en bodega, que es lo que cargan de media en todos los demás, incluidos los cavas. Una comida de tres platos sale por unos 30 euros sin contar la bebida.

a.
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